Paseando callada por la calle,
casi de puntillas, sin ver ni ser vista por nadie, de repente le
sobresaltó un ruido, una exclamación, que supo al instante que era
para ella. En el suelo habían abandonado un espejo, grande, muy
grande, roto por las esquinas, y cascarillado tras miles de historias
de alcoba, y cansado de cientos de reflejos:
- ¡Eh!, aquí, ¡llévame!
Sin pensarlo ni un instante se lo
llevó, al espejo y a la misteriosa voz que de él emanaba. Y nada
más llegar a casa, al apoyarlo sobre el suelo pisado mil veces, tuvo
un momento de iluminación. No sabemos si mística, emocional,
intelectual...pero sí radical. Arrancó llena de rabia todos y cada
uno de los posters que decoraban y empapelaban las paredes de su
habitación. Los arrojó furiosa al suelo, de donde nunca más
volverían a ser levantados, pasando a formar parte del suelo
pisoteado y ninguneado. Y en esas nunca vistas paredes blancas,
impolutas, virginales, colgó el enorme y descascarillado espejo.
Y así, sin saberlo, y casi sin
apreciarlo, maduró, y en el espejo pudo escuchar por primera vez su
propia voz, desnuda, sin prejuicos, vacío de modelos impuestos,
libre de ser, libre de gritar.