Sabía que iba a ser una comida
larga, muy larga..., que tendría que aguantar los comentarios de
siempre, las miradas compasivas de sus parientes, las preguntas
impertinentes sobre su soltería hechas con malicia mal disimulada...
Pero por encima de todo, como si de una punta de lanza guerrera se
tratase, la eterna comparación con su hermana gemela. ¿A caso la
gente no se daba cuenta de que todas las diferencias que las unían,
sin importancia algunas y antagónicas las otras, no eran más que
los dos lados de una misma moneda? ¿Por qué se empeñaban en medir
sus hazañas, sus valores, su día a día a través del prisma de su
hermana?
Pero se trataba de una promesa
que hiciera a su abuela, el acudir por lo menos una vez al año a
esos encuentros (o quizás cabría decir mejor que des-encuentros)
familiares.
Y así, con un sonoro suspiro y
poniendo su mejor cara de poker, llamó a la puerta. Sin a penas
tiempo para recolocar su nueva capa (comprada expresamente para la
ocasión), la cara bondadosa y llena de vida de su hermana apareció
tras la puerta. La recibió con un cálido abrazo, como esos primeros
rayos de sol de la mañana, mientras le embriagaba con una fragancia
de mil capullos de flores acariciados con el primer rocío. La
Primavera, su hermana, se fue rápidamente a anunciar su llegada,
mientras ella dejaba la guadaña apoyada en el quicio de la puerta.