Era
su primer día de su nueva vida. Estaba realmente nerviosa, ¡ya ves!
A su edad y con los nervios a flor de piel. Pero era algo nuevo para
ella, algo que nunca antes había hecho, y quería hacerlo bien. Qué
digo, quería hacerlo perfecto, fenomenal, y así no defraudar a
nadie. Llegó de las primeras, con una falda oscura, y uno de los
últimos sueters que se había comprado. Ya no iba toda de negro,
empezaba a dejar asomar algún color, algún vergonzoso compañero de
la paleta de colores se intuía en su nueva ropa. Le había costado
mucho dejar el negro. Ese negro le representaba, a él, a su marido,
ya fallecido, demasiado pronto marchado, ese hombre del que nunca se
confesó enamorada, pero en el que nunca había dejado de pensar. Ese
hombre, que la hizo FELIZ, enormemente feliz, y que le dio lo más
grande que había tenido nunca: una hija (¡por fin!, con lo que había
soñado ella) De grandes ojos azules, y un hablar tembloroso, que
costó madurar como si de un vino reserva se tratase. Y al poco llegó
un precioso hijo (la parejita). Pero el tiempo lo cura todo, y así,
después de tantos días sin fin, consiguió dejar paso a algunos
colores. Hoy se había puesto el que sus nietas le recomendaran un
día. Un jersey burdeos. Y llevaba consigo su secreto, guardado como
siempre en el lugar donde sólo su marido había mirado, y de donde
dio de comer a sus dos pequeños tesoros. No era otra cosa mas que un
pañuelo de tela siempre acompañándola, en el que guardaba
celosamente la llave de su casa. No sabía porqué la guardaba, ya
que nunca más volvería a ella. Pero era su manera de recordar lo
que había sido su vida antes, los secretos que encerraba esa casa,
los recuerdos que pintaban las paredes de su cocina.
Y así,
nerviosa, removiendo sus arrugadas manos, sus sabias manos, esperó
hasta que llegaron el resto. ¡Son todos unos viejos! Pensó ella, a
sus lozanos 92 años. Con una puntualidad que rayaba la
excentricidad, apareció ella, su nueva jefa. Una mujer menuda, aun
con porte elegante, de cara bondadosa, con una mirada que atravesaba
paredes, corazas y miedos para llegar a tu simple Yo; una mujer que
desprendía entrañabilidad y ganas de achuchar. Les saludó a cada
uno con su nombre, preguntando por sus seres queridos como sólo un
verdadero amigo hace, y les contó su cometido. A partir de ahora
harían uno de los trabajos más importantes del mundo, una misión
esencial, una labor que requería de mimo, cuidado, delicadeza, amor.
Ellos y ellas se encargarían de ser la sensación de calor que te
acuna cuando te acercas a la chimenea de tus abuelos; serían ese
efecto reconstituyente, placentero y gozoso del primer bocado del
mejor plato de comida de tu abuela; serían esa evocación a un
pasado próximo, a unos recuerdos de felicidad infantil que sólo el
olor a tus abuelos es capaz de conseguir; se iban a convertir en esa
corazonada de que todo va a ir bien que sólo el abrazo de tu abuela
te puede provocar. Ellos y ellas, todos los abuelos y abuelas, yayos
y yayas, abus, nanas, tatas... iban a tener, tras su muerte, el placer,
la responsabilidad y la satisfacción de convertirse en todos esos
sentimientos que sólo ellos y ellas en vida son capaces de
despertarnos. Y así, ella, nuestra lozana protagonista de 92 años,
decidió convertirse en la magia de los cuentos narrados a sus 6
nietos.
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