Patir como filosofía de vida

Patir como filosofía de vida

martes, 13 de enero de 2015

Amontxu

Era su primer día de su nueva vida. Estaba realmente nerviosa, ¡ya ves! A su edad y con los nervios a flor de piel. Pero era algo nuevo para ella, algo que nunca antes había hecho, y quería hacerlo bien. Qué digo, quería hacerlo perfecto, fenomenal, y así no defraudar a nadie. Llegó de las primeras, con una falda oscura, y uno de los últimos sueters que se había comprado. Ya no iba toda de negro, empezaba a dejar asomar algún color, algún vergonzoso compañero de la paleta de colores se intuía en su nueva ropa. Le había costado mucho dejar el negro. Ese negro le representaba, a él, a su marido, ya fallecido, demasiado pronto marchado, ese hombre del que nunca se confesó enamorada, pero en el que nunca había dejado de pensar. Ese hombre, que la hizo FELIZ, enormemente feliz, y que le dio lo más grande que había tenido nunca: una hija (¡por fin!, con lo que había soñado ella) De grandes ojos azules, y un hablar tembloroso, que costó madurar como si de un vino reserva se tratase. Y al poco llegó un precioso hijo (la parejita). Pero el tiempo lo cura todo, y así, después de tantos días sin fin, consiguió dejar paso a algunos colores. Hoy se había puesto el que sus nietas le recomendaran un día. Un jersey burdeos. Y llevaba consigo su secreto, guardado como siempre en el lugar donde sólo su marido había mirado, y de donde dio de comer a sus dos pequeños tesoros. No era otra cosa mas que un pañuelo de tela siempre acompañándola, en el que guardaba celosamente la llave de su casa. No sabía porqué la guardaba, ya que nunca más volvería a ella. Pero era su manera de recordar lo que había sido su vida antes, los secretos que encerraba esa casa, los recuerdos que pintaban las paredes de su cocina. 
Y así, nerviosa, removiendo sus arrugadas manos, sus sabias manos, esperó hasta que llegaron el resto. ¡Son todos unos viejos! Pensó ella, a sus lozanos 92 años. Con una puntualidad que rayaba la excentricidad, apareció ella, su nueva jefa. Una mujer menuda, aun con porte elegante, de cara bondadosa, con una mirada que atravesaba paredes, corazas y miedos para llegar a tu simple Yo; una mujer que desprendía entrañabilidad y ganas de achuchar. Les saludó a cada uno con su nombre, preguntando por sus seres queridos como sólo un verdadero amigo hace, y les contó su cometido. A partir de ahora harían uno de los trabajos más importantes del mundo, una misión esencial, una labor que requería de mimo, cuidado, delicadeza, amor. Ellos y ellas se encargarían de ser la sensación de calor que te acuna cuando te acercas a la chimenea de tus abuelos; serían ese efecto reconstituyente, placentero y gozoso del primer bocado del mejor plato de comida de tu abuela; serían esa evocación a un pasado próximo, a unos recuerdos de felicidad infantil que sólo el olor a tus abuelos es capaz de conseguir; se iban a convertir en esa corazonada de que todo va a ir bien que sólo el abrazo de tu abuela te puede provocar. Ellos y ellas, todos los abuelos y abuelas, yayos y yayas, abus, nanas, tatas... iban a tener, tras su muerte, el placer, la responsabilidad y la satisfacción de convertirse en todos esos sentimientos que sólo ellos y ellas en vida son capaces de despertarnos. Y así, ella, nuestra lozana protagonista de 92 años, decidió convertirse en la magia de los cuentos narrados a sus 6 nietos.


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